Nueva Época

Número 00

La otra historia de los Estados Unidos: el pensamiento crítico norteamericano entre mitos, falacias y verdades


Dr. Jorge Hernández Martínez

Sociólogo y politólogo. Profesor e Investigador Titular del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU) y Presidente de la Cátedra “Nuestra América”, Universidad de La Habana

e-mail: jhernand@cehseu.uh.cu Numero ORCID: 0000-0001-7264-6984


La nueva bandera de los Estados Unidos debería ser con las rayas blancas pintadas de negro, y las estrellas sustituidas por un cráneo y dos huesos cruzados.

MARK TWAIN1


Tanto la historia real, cual despliegue objetivo de acontecimientos, como el pensamiento histórico, en tanto proceso subjetivo con interpretaciones reitera- tivas o renovadas sobre hechos alejados, o novedosas acerca de hallazgos recientes, poseen la capacidad de relativizar, con frecuencia, criterios establecidos pre- viamente, considerados como verdades absolutas, constituyendo ello la mejor expresión de la dialécti- ca del conocimiento. Ello se explica mediante la me- táfora del viejo topo, la cual sugiere, como se cono- ce, que en su interminable cavado de túneles bajo la tierra, el pequeño animal siempre acababa asoman- do la cabeza por algún agujero. Así opera la historia, con su persistente e irrebatible significación, dado el peso de las evidencias y de los ajustes cognoscitivos que la acompañan, al cruzar miradas entre el pasado y el presente.

En los Estados Unidos se está reavivando hoy el debate historiográfico, como ha sucedido antes al acercarse y arribarse a determina- das fechas que son objeto de conmemoración, debido al significa- do que, por partida doble, han tenido para el acon- tecer histórico en sí mismo y para la revalorización de los juicios establecidos sobre ello. Dadas las im- plicaciones de las ciencias sociales para la legitima- ción o el cuestionamiento del statu quo o del or- den vigente, el asunto no solo reviste importancia epistemológica, sino también ideológica. Lo que se discute tiene que ver, desde luego, con la validez o la vigencia de visiones que apuntalan o conmocio- nan la historia oficial, la cultura de la dominación. Recuérdese la expresión leninista: “(…) en una so- ciedad que tiene como base la lucha de clases, no puede existir una ciencia social imparcial”.2


1“To the Person Sitting in Darkness”, en: North American Review, vol. 172, Boston, February, 1901, p. 176.

2V. I. Lenin: “Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo”, en: V. I. Lenin, Obras Completas, Tomo XIX, pp. 73-

80, Ediciones en lenguas extranjeras, Pekín, 1980, p. 73.


La revivificación ya se advierte en varios ejem- plos. Existe una preocupación por retomar la céle- bre obra de Alexis de Tocqueville, La democracia en América, iniciada en 1835, atendiendo a que en el presente año 2015 se festeja el 180 aniversa- rio de su primera parte, desde donde se expandirá el mito de que los Estados Unidos simbolizan a escala universal la encarnación más genuina del ejercicio democrático. Al mismo tiempo, reapare- cen los empeños por volver al análisis de la Revo- lución de Independencia de 1776, considerando que en 2016 se arribará a su 240 cumpleaños, y que, como lo anterior, ella es el paradigma em- blemático del nacimiento de la nación más de- mocrática del mundo, que se pretende calificar actualmente como imprescindible, la del sueño americano, la tierra prometida. Por su importan- cia, ambos asuntos (la independencia y la demo- cracia), serán objeto de análisis, de forma sucinta, en las páginas que siguen.

Desde el terreno del pensamiento crítico no se puede desconocer, en contraposición a lo an- terior, que en el año que transcurre se cumplen 25 años de que viera la luz la trascendental obra de Howard Zinn, A People´s History of the Uni- ted States. Fue publicada originalmente en inglés en 1980, en una edición que luego sería revisa- da y ampliada de modo paulatino por el autor, al agregar de forma sucesiva nuevos capítulos, su- mando al escrutinio inicial que examinaba desde la etapa colonial hasta la Administración Carter, las de Ronald Reagan, George H. Bush y William Clinton, incluyendo en su última elaboración, en 2004, el proceso electoral de 2000 que condujo a la presidencia a George W. Bush y los impactos del 11 de septiembre de 2001.

Como conoce el lector, la versión en español de ese último esfuerzo, titulada La otra historia de los Estados Unidos, sería publicada en Cuba por la Editorial de Ciencias Sociales en el mismo año 2004 y agotada su venta en pocas semanas.

Sus ediciones en inglés, desde la primera hasta la última, eran sin embargo conocidas en el país, porque los estudiosos entraron en contacto con ellas al difundirse en Cuba y el resto de América Latina. A partir de ahí, la obra se extendería con rapidez en los círculos académicos de la región, colocándose frente a las principales corrientes do- minantes, de orientación burguesa, en la historio- grafía estadounidense, ampliamente divulgadas hasta entonces a través de los libros de texto y de otras representaciones culturales que legitimaban al imperialismo.

Así, ante los enfoques tradicionales que escri- bían una historia norteamericana de arriba hacia abajo, basada en las acciones de figuras o perso- nalidades ilustres articuladas, emergía una nueva

manera de asumir la historia, de abajo hacia arri- ba, con antecedentes tempranos en las décadas de 1960 y 1970, pero que no cristalizan sino al fina- lizar esta última y comenzar la siguiente. Bajo el liderazgo intelectual de Howard Zinn y de algu- nos otros, como William Appleman Williams,3 la nueva historia, con el signo del pensamiento crí- tico, narraría las historias de aquellos a los que se les negó la voz en el pasado o, dicho de otro modo, interpretaría la historia de la gente sin historia. Se trataba de una corriente de tradición marxista, que tomaba en cuenta a los sectores marginaliza- dos, excluidos, explotados, segregados, a los olvi- dados: el movimiento obrero, la población negra, las mujeres, los indios, los chicanos, los grupos de origen asiático.

Ahora bien, en la medida que coincide este año con el quinto aniversario de la desaparición física del autor, en 2010, resulta aún más oportuno ref lexionar, a la luz de las fechas y conmemoraciones aludidas, sobre la significación de la obra de Zinn, más allá del contexto en que fuera escrita, resal- tando su vigencia, en las condiciones actuales que vive el mundo y en particular, la sociedad nortea- mericana. A simple vista, pareciera que los retos

1De estos autores pueden mencionarse, como obras pioneras, The Countours of American History (Quadreangle, 1961) y The Politics of History (Beacon, 1970), respectivamente.


que los procesos en curso le imponen al pensa- miento crítico contemporáneo plantean hoy tan- tas urgencias como ayer, desde el punto de vista de lo imperioso de contar con una visión históri- ca dialéctica, comprometida con el pasado, el pre- sente y el devenir. Como quedaría claro desde la perspectiva historiográfica que resume y simbo- liza la obra de Howard Zinn en términos ideoló- gicos, teóricos y metodológicos, es necesario dis- cernir entre la falta de información, la confusión, la falsa conciencia y la manipulación, sobre todo si se tiene en cuenta que como señalaran Marx y Engels, “las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material do- minante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante”.4 Las presentes no- tas han sido motivadas por la intención de rendir un modesto tributo, reconocimiento, homenaje, a una obra no solo útil, sino también imprescindi- ble, para quienes se interesan en los estudios so- bre los Estados Unidos.


Zinn y la historiografía norteamericana en su contexto sociopolítico y académico

Como es conocido, Zinn fue mucho más que un historiador. Fue un creador comprometido con su tiempo, que podría ser considerado como genui- na expresión del intelectual orgánico que definió Gramsci. Ante todo, fue un destacado activista político, un referente de los movimientos sociales en defensa de los derechos civiles y pacifistas en la sociedad norteamericana. Al momento de morir, de un ataque cardíaco en marzo de 2010, cuando viajaba por California, tenía 87 años y era profe- sor emérito del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de Boston, donde enseñó entre 1964 y 1988. Su trayectoria profesional compren- día un sostenido desempeño en el periodismo

como columnista en diversos medios de la prensa escrita y como dramaturgo, aportando obras tea- trales y críticas de arte.

Nacido en Brooklyn, en 1922, en una familia de inmigrantes judíos, se educó en la Universidad de Nueva York y en la Universidad de Columbia, donde recibió su doctorado en historia. Trabajó como profesor en Spelman College, una universi- dad para mujeres negras, en la racista ciudad su- reña de Atlanta, hasta su traslado para la Univer- sidad de Boston.

En un artículo publicado en La Jornada a raíz

de su fallecimiento, el popular periodista David Brooks señalaría que Zinn había dicho en un dis- curso pronunciado en Baltimore en los años de 1960 que “el problema no era la desobediencia civil, sino la obediencia civil”, durante un acto al cual acudió en lugar de presentarse ante un juez para ser sentenciado por sus acciones contra la guerra en Vietnam. Después, cuando regresó a la Universidad de Boston, la policía lo esperaba para arrestarlo.5 Veterano de la Segunda Guerra Mundial, donde participó en los bombardeos aé- reos contra Alemania, Zinn regresó después del conflicto para ver la destrucción que se cometió y desde entonces decidió que se opondría a la gue- rra. En ese contexto es que se inicia en las luchas del movimiento de derechos civiles, alentando a sus estudiantes a participar en él, siendo una de ellos Alice Walker, la conocida activista y autora de El color púrpura, quien mantendría una larga amistad personal con Zinn.

Según referiría Brooks, en lo que tal vez fuera la última contribución de Zinn a un medio de co- municación, el historiador escribiría unos párra-

fos para The Nation sobre el primer año de go-

bierno de Barack Obama, donde expresaba: “No me ha decepcionado terriblemente porque no es- peraba mucho de él. Esperaba que fuera un presi-

4Carlos Marx y Federico Engels: La ideología alemana, Edición Revolucionaria, La Habana, 1966, p. 30.

5David Brooks: “Fallece el académico y dramaturgo Howard Zinn a los 87 años de un infarto”, en La Jornada, Jueves 28 de enero de 2010, p. 21


dente demócrata tradicional. En política exterior, eso es poco diferente a un republicano: nacio- nalista, expansionista, imperial y bélico. La gen- te está impresionada por la retórica de Obama, y creo que ya debería empezar a entender que será un presidente mediocre, lo cual significa, en estos tiempos, un mandatario peligroso, a menos que se presente un movimiento nacional para empu- jarlo en una dirección mejor”.6

Para el profesor argentino Fabio Nigra, especia- lista en historia de los Estados Unidos en la Uni- versidad de Buenos Aires, Zinn fue un exponente destacado de una serie de historiadores compro- metidos con su pueblo, en particular en Estados Unidos. Es como si hubiera sido un historiador del Tercer Mundo inserto profundamente en el aparato académico norteamericano, poniendo en evidencia de forma sistemática las prácticas impe- rialistas, racistas y escasamente democráticas de su clase dominante, perspectiva ideológica que con- tradice claramente la visión hegemónica dentro de las grandes universidades estadounidenses.7

Es importante precisar que la obra de Zinn debe comprenderse a partir de elementos que remiten a una veintena de años antes; es decir, el origen de sus ideas se inscribe en el contexto de los con- flictos sociales y políticos de las décadas de 1960 y 1970, que terminaron con el optimismo político de no pocos historiadores norteamericanos, de- bido a la ola de movimientos sociales de los fa- mosos sixties. Como señalara el historiador esta-

dounidense Robert Darnton, surgió un sentido de crisis de la identidad nacional estadounidense: (…) el conflicto racial, las “contraculturas”, el radicalismo estudiantil, la guerra del sureste asiá-

tico, el colapso de la presidencia, destruyeron la visión de la historia de los Estados Unidos como

6Ibídem.

un consenso espiritual. Entraron los historiado- res sociales, no a llenar el vacío sino a hacer a un lado las ruinas de lo que se conocía hasta entonces como la New History —que pasaba a ser vieja—, no para reconstruir un pasado único sino para lanzarse en diferentes direcciones.8

A fin de otorgarle carta de ciudadanía a la nueva orientación intelectual, pero imprimiéndole una connotación política, surgiría el término de New Left como recurso identificatorio, pero en verdad, no era lo suficientemente claro para designar una ideología o corriente de pensamiento dentro de la academia norteamericana. Más bien lo que brin- daba era una idea un tanto vaga o difusa, que se refería a un movimiento heterogéneo, integrado por profesores universitarios y escritores con po- siciones de una izquierda extremista, sin proyec- ciones definidas, cercanas incluso, en ocasiones, al anarquismo, y vinculadas sobre todo al movi- miento estudiantil de los años de 1960.

El historiador norteamericano Peter Novick se- ñala que por supuesto, la novedosa historiogra- fía de izquierda y la nueva izquierda estudiantil tenían importantes raíces comunes. Ambas sur- gieron por el decenio de 1960, en un clima carac- terizado por el declive del macartismo, la frustra- ción por la estupidez de la política en los años de Eisenhower, la admiración por el naciente movi- miento de los derechos civiles en el sur, las pri- meras sacudidas de oposición a la carrera de las armas nucleares y la agitación en el movimiento comunista, ocasionada por el discurso de Jrus- chov en el XX Congreso del Partido Comunista Ruso y por el aplastamiento soviético del levanta- miento húngaro.9

Este punto de vista es compartido, en líneas ge- nerales, en numerosos estudios sobre el período,

7Fabio Nigra: “En el corazón del imperio”, en Página 12, Buenos Aires, Viernes 19 de marzo 2010.

8Robert Darnton: “Historia intelectual y cultural”, en Historias, no. 19, Instituto Nacional de Antropología e Historia, octubre-marzo de 1988, pp. 41-56., México, p. 52

9Peter Novick: Ese noble sueño. La objetividad y la historia profesional norteamericana, 2 tomos, Instituto Mora, Mé- xico D.F., 1997, p. 501.


donde se distingue a aquella Nueva Izquierda por su crítica a la corriente historiográfica del consen- so, centrada en el Estado y la identidad nacional de los Estados Unidos. Fue así que la propuesta de reconstruir la historia norteamericana a través de una nueva perspectiva, asumía como objeto de es- tudio, según ya se apuntó, a los grupos excluidos por la historia oficial: obreros, campesinos, mu- jeres, grupos étnicos minoritarios, regiones y co- munidades tradicionales. De ahí que, como tam- bién quedó anticipado, a esta nueva orientación de los historiadores se le conoció como exponente de una historia desde abajo y que el campo donde floreciera tal punto de vista fuera el de la historia social. De modo que la nueva historia social nor- teamericana (la que para Zinn sería la otra histo- ria) vendría a ser como una reacción en contra de la historiografía burguesa tradicional, centrada en las élites, en la esfera de la política circunscrita a sí misma, y alejada de la economía, la cultura y el pensamiento social ensu sentido más amplio.

No es posible abordar en un artículo (ni es el propósito aquí) la diversidad de matices, contra- puntos y especificidades que coexisten en ese en- tramado de relaciones clasistas, institucionales, ideológicas, domésticas y externas, y que confor- man un complejo tejido de concepciones y co- rrientes en la historiografía y en el conjunto de las ciencias sociales en los Estados Unidos. A los efectos del presente análisis, bastaría con subrayar que el proceso de articulación de la otra historia concede un lugar primordial al estudio de las es- tructuras sociales, de la sociedad civil, los movi- mientos sociales, en estrecha conexión con otras disciplinas, como la sociología y la antropología, y también con la ciencia política, la teoría de las relaciones internacionales y la historia mundial, si bien en estos tres últimos casos, en una menor medida. A la vez, no podría realizarse un examen a fondo sin tomar en cuenta el profuso debate que en la academia europea, especialmente en la bri- tánica, y con gran influencia de la escuela marxis- ta, tributaba a una pauta semejante en el campo

de la teoría y la metodología de la ciencia históri- ca, convergente con la idea floreciente en los Esta- dos Unidos sobre la urgencia de la historia social escrita “desde abajo”, inspirada por pensadores de mediados del siglo XX, como Christopher Hill, Rodney Hilton, George Rudé, Eric Hobsbwan y

E. P. Thompson, de alguna manera relacionados hasta un punto con el Partido Comunista en In- glaterra. Son bien conocidas las principales pu-

blicaciones de esta corriente intelectual, New Left

Review y Past and Present, ambas de gran reso- nancia en el campo de los estudios históricos y en general, de las ciencias sociales, como exponentes del pensamiento crítico.

El debate de la historiografía marxista anglo- sajona tuvo resonancia internacional en los dece- nios de 1950 y 1960, pero no sería hasta los traba- jos de E. P. Thompson que llegarían a los recintos universitarios norteamericanos (también a los ca- nadienses), donde aquel ejercería como profesor de historia y literatura. Un buen número de his- toriadores norteamericanos de la Nueva Izquier- da recibieron su influencia, impactados por sus proposiciones acerca de que era preciso recupe- rar la “experiencia vivida” y el protagonismo de lo que llamaba las” capas bajas” de la sociedad, propiciando los estudios desde las coordenadas de la lucha de clases, los conflictos políticos, los movimientos sociales, la explotación capitalista y el papel, en síntesis, de los sectores populares (los olvidados, los marginados, los sin historia) en el proceso histórico.

El espacio académico que así se iba definien- do abarcaba, por supuesto, el ámbito de la pujante producción sociológica que en los Estados Unidos se alzaba, desde la óptica de un pensamiento críti- co comprometido con una mirada similar, ante las corrientes dominantes del estructural-funcionalis- mo, el empirismo y el pragmatismo, descollando un autor como Charles Wright Mills, que sometería además a fuerte cuestionamiento la visión unilate- ral y reduccionista prevaleciente sobre las estructu- ras económicas, políticas, militares y culturales. Sus


obras antológicas, La elite de poder y La imaginación sociológica, no pueden divorciarse del contexto es- bozado.

En resumen, podría afirmarse que la nueva o la otra historia, y la sociología crítica norteameri- canas, configuraron un campo interdisciplinario,

con fuertes vasos comunicantes o zonas de super- posición, que se desarrolla en ese país entre las décadas de 1960 y 1980, en mediode discusiones que aún perduran acerca de sus particularidades en cuanto a objeto, método e inmediatez de sus implicaciones políticas.

No siempre ha sido bien recibida entre sociólo- gos e historiadores. De nuevo, estas cuestiones re- basan los objetivos del presente artículo. Desde el ángulo que interesa subrayar aquí, vale decir que para un autor como Zinn, tanto el concepto de la acción colectiva, que asumiría con fuerza Char- les Tilly, como la importancia que le concedía Ba- rrington Moore a la interrelación del espacio y el tiempo en tanto categorías centrales para estudiar la dinámica y el cambio social (ambas figuras re- conocidos historiadores y sociólogos políticos, exponentes del pensamiento crítico norteameri- cano), están presentes en una cosmovisión que se extendería a los seguidores de la tradición intelec- tual, científico-social, que representa.


Falacia y realidad: el legado de la Revo- lución de Independencia

En la Declaración de Independencia dada a co- nocer el 2 de julio 1776, se proclamó, por prime- ra vez en la historia, la soberanía del pueblo, lo que se convierte desde esa fecha en principio fun- damental del Estado moderno. Como se conoce, con ello se reconocía el derecho de la población a la sublevación, a la revolución: se declaraba la ruptura de todas relaciones entre las colonias en América del Norte y la metrópoli británica, expo- niéndose las bases sobre las que se levantaba, de manera independiente, la naciente nación.

Desde el punto de vista histórico, la Revolución de Independencia en los Estados Unidos, sin embargo,

fue un proceso limitado, inconcluso, sobre todo por el hecho de que conservó intacto el sistema de escla- vitud, que ya se había conformado totalmente para entonces, con lo cual quedaría pospuesta casi por un siglo la consecución de ese anhelo universal (la abo- lición), hasta la ulterior Guerra Civil o de Secesión, que se desatará entre 1861 y 1865.

Anticipando el derrotero de las revoluciones burguesas europeas (aún y cuando sus especifi- cidades impidan catalogarla, con exactitud histo- riográfica, como un acontecimiento de idéntico signo), la independencia de las trece colonias que la Corona Inglesa había establecido en la costa este de América del Norte expresó tempranamen- te la vocación de lucha por la liberación. También reflejó la magnitud de la conciencia nacional que despertaba en la vida colonial y, sobre todo, la ca- pacidad de ruptura con los lazos de dominación que las potencias colonizadoras habían impuesto en las tierras del Nuevo Mundo.

Es cierto que ese hecho no llevó consigo una quiebra de estructuras feudales preexistentes, como las que preponderaban en la escena euro- pea, (ante las cuales reaccionarían los procesos que en Francia e Inglaterra le abren el paso a las relaciones de producción capitalistas, lo que sí permite bautizarlas como revoluciones burgue- sas). No podía ser así, ya que desde que apare- cieron los gérmenes de lo que luego sería los Es- tados Unidos de América, nunca se articularon relaciones feudales como tales. Las trece colonias nacieron definidas con el signo predominante del modo de producción capitalista, es decir, marca- das con el signo de una embrionaria, pero a la vez pujante y dinámica matriz social burguesa.

Al situar el proceso en su entorno, apelando a las propias palabras de Zinn “hacia el año 1776, algunas personas importantes de las colonias in- glesas descubrieron algo que resultaría enorme- mente útil durante los doscientos próximos años. El hallazgo fue el pensar que si creaban una na- ción, un símbolo, una entidad legal llamada Es- tados Unidos, podrían arrebatarles las tierras, los


beneficios y el poder político a los favoritos del Imperio Británico. Y que además, en este proce- so, podríandesactivar una serie de rebeliones po- tenciales y crear un consenso de apoyo popular para la andadura de un nuevo y privilegiado lide- razgo”. Sobre esa base, agrega, con razón: “Vista así, la Revolución Norteamericana fue una ope- ración genial y los Padres de la Patria se merecen el respetuoso tributo que han recibido a lo largo de los siglos. Crearon el sistema más efectivo de control nacional diseñado en la edad moderna y demostraron a las futuras generaciones de líderes las ventajas que surgen de la combinación del pa- ternalismo y del autoritarismo”.10

Por su parte, Roberto Fernández Retamar re- sumía lo esencial de dicho proceso, al señalar que es imprescindible considerar la gran aventura que inició un nuevo capítulo en la historia cuando en 1776 las Trece Colonias, entonces sólo un puñado de tierras y de gentes, emitieron una inolvidable

Declaración, previa a la francesa de 1789, habiendo

desencadenado contra Inglaterra la que iba a ser la primera guerra independentista victoriosa en América. Esa independencia nos parece admira- ble, a pesar de que aquella Declaración, donde se

afirmó desafiantemente que todos los hombres han

sido creados iguales, sería contradicha pronto, pues la esclavitud se mantendría durante casi un siglo en la República nacida de esa guerra. Los hombres que en el papel eran iguales resultaron luego ser sólo varones blancos y ricos: no los indios, que en su gran mayoría fueron exterminados como alima- ñas, ni los negros, que continuaron esclavizados. La nación que entonces surgió era además, para

decirlo en palabras de Martí, cesárea e invasora.11

Y es que la Revolución de Independencia de los Estados Unidos se adelantó, no cabe dudas, a la enorme contribución histórica que aportaría, al- gunos años más tarde, la Revolución Francesa,

cuyo impacto es ampliamente conocido, por ser la que abre una década de transformaciones de- finitivas para todo el panorama social, cultural, científico, productivo e industrial en Europa, con implicaciones incluso de índole mundial. Estaría de más insistir en el hecho de que la misma ha sido fuente de inspiración de luchadores contra tiranías y sistemas absolutistas (monárquicos, cle- ricales y feudales).

Con razón se ha insistido por parte de no po- cos historiadores y especialistas, en el origen bur- gués y, sobre todo, en el carácter antipopular de

la célebre Constitución de los Estados Unidos (ese

texto jurídico y político que es el más antiguo en nuestro Continente, y que se toma como modelo por otros países, a la hora de concebir sus propios documentos constitucionales), al caracterizarla como el fruto de cincuenta y cinco hombres ricos, entre quienes se encontraban comerciantes, escla- vistas, hacendados y abogados, que sin rodeos no hicieron más que defender sus intereses clasistas. Por supuesto, a pesar del tremendo aporte inte- lectual y político de figuras como Washington, Je- fferson, Hamilton, Madison, Franklin, entre otros, ninguno de ellos tuvo proyecciones de beneficio mayoritario, ni incluyó en sus ref lexiones a las masas populares. Desde el punto de vista consti- tucional, lo cierto es que con la llegada de la Inde- pendencia, ni los obreros de las manufacturas, ni los artesanos ni los esclavos lograron sustanciales mejoras en sus condiciones de vida. El preámbulo de ese documento fundacional en la historia de los Estados Unidos fija, desde su inicio, la visión engañosa, adormecedora. Las primeras palabras que escriben los aludidos padres fundadores así lo demuestran: “Nosotros, el pueblo”.

Precisamente, Howard Zinn lo destaca, cuando al comentarlo señala que con ello intentaban si- mular que el nuevo gobierno representaba a todos

10Howard Zinn: La otra historia de Estados Unidos, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2004, p. 60.

11Roberto Fernández Retamar: “Cuba defendida. Contra otra leyenda negra”, Cuadernos Americanos, vol. 5, no. 47, UNAM, México, septiembre-octubre de 1994, p. 24.


los norteamericanos. Esperaban que este mito, al ser dado por bueno, aseguraría la tranquilidad doméstica. El engaño continuó generación tras generación, con la ayuda de los símbolos globa- les, bien fueran de carácter físico o verbal; la ban- dera, el patriotismo, la democracia, el interés na- cional, la defensa nacional, la seguridad nacional, etc. Atrincheraron los eslóganes en la tierra de la cultura norteamericana.12

A continuación, subraya la idea, al agregar que “los Padres Fundadores no tomaron ni siquiera en cuenta a la mitad de la población”, refiriéndose a los segmentos sociales que quedaron excluidos del marco de reclamos e inquietudes por los que se preocupaban los documentos fundacionales de la nación estadounidense.13

Las bases doctrinales e institucionales sobre las que se levanta el aparato político de los Estados Unidos (y en general, los soportes que sostienen el diseño de la sociedad norteamericana, incluido su sistema de valores) están contenidas, podría afir- marse, en una serie de documentos, entre los que se distinguen tanto la mencionada Declaración de Independencia, de 1776, como la referida Consti- tución del país, rubricada unos años después, en 1787, en Filadelfia. El primero sería un texto revo- lucionario, enfocado hacia la arena internacional, procurando dotar de legitimidad al tremendo pro- ceso que tenía lugar. El segundo fue un documen- to conservador, dirigido hacia dentro de la socie- dad norteamericana, en busca de la preservación o consagración de la normatividad, de la legalidad que sirviera de garantía a los cambios ya logrados. Para decirlo en pocas y sencillas palabras: la Constitución ponía fin a la revolución convocada

12Howard Zinn: ob. cit., p. 23. 13Ibídem.

por la Declaración de Independencia. Elitismo, exclusiones y limitaciones se levantarían desde allí como realidades opuestas a los ideales y pro- mesas de participación, libertades, posibilidades y derechos, que se proclamaban antes. Desde esta perspectiva, queda claro que de la manera en que la historiografía tradicional nor- teamericana suele presentar el legado de la Revolución de In- dependencia, responde más a una falacia que a un hecho real.14

Mito y verdad de la vocación democrática El tema de la democracia es de la más vieja data en el devenir de los Estados Unidos. Sería difícil encontrar a un interesado en el conocimiento o es- tudio de la realidad norteamericana (su historia, el cine, la literatura, la música, la vida cotidiana, la política) en cuyo imaginario —al procurar aso- ciar determinados conceptos, valores o cuestiones trascendentes al acontecer de ese país, o al tratar de fijar aspectos identificatorios de esa sociedad—, no le viniese a la mente la palabra democracia. Y es que gracias al papel del sistema educacional, los libros escolares de texto, los medios de comunica- ción (radial, escrita, televisiva, cinematográfica), se difunden y reproducen estereotipos, en virtud de lo cual, la promesa o la aspiración democrática se presenta como un imperativo fundacional de la na- ción norteamericana. En este caso, se trata de uno de los principales mitos sobre los que se constru- ye la imagen nacional en los Estados Unidos, así

como en el resto del mundo.

No importa que el término no aparezca como tal, para sorpresa, seguramente, de muchos, ni en la Declaración de Independencia ni en el texto de

En buena medida, Zinn prolonga una línea de análisis iniciada por el historiador norteamericano Charles A. Beard, uno de los precursores de la historiografía crítica, conocido por sus estudios iconoclastas sobre el desarrollo de las instituciones políticas de los Estados Unidos, que enfatizan la dinámica del conflicto y cambio socioeconómico, quién

afirmaría desde su célebre obra, An Economic Interpretation of the Constitution of the United States, escrita en 1913,

que la Constitución de ese país había sido formulada para servir a los intereses económicos de los llamados “Padres Fundadores”.


la Constitución. Sucede que la democracia es una de lascuestiones más discutidas en la filosofía y el pensamiento social desde la antigüedad. Según los estudiosos, se trata de una de los temas más perdurables en política y se convirtió en el siglo XX en uno de las más centrales y debatidos; le son atribuidos significados y connotaciones muy di- símiles en su larga historia y es definida desde el punto de vista académico en la actualidad con en- foques también diferentes, acorde con los distin- tos contextos socioeconómicos en los cuales se le ubique.

No obstante, la mayor parte de los criterios coincide en destacar que se basa en la idea del po- der popular o del pueblo, enfatizándose aquella si-

tuación en la cual el poder y la autoridad descan- san en este.

Una de las conceptualizaciones más conocidas de la democracia en la historia de la sociedad nor- teamericana (quizás una de las más familiares), quizás sea aquella dada por Abraham Lincoln,

en el siglo XIX, al concebirla como el gobierno del

pueblo, por el pueblo y para el pueblo, en la que también se insiste en la idea anterior, es decir, en la importancia del poder popular o del pueblo, como elemento esencial de la democracia. Con

independencia de lo que se entienda por pueblo

—cuestión fundamental, que ameritaría un análi- sis aparte—, lo cierto es que a lo largo de la histo- ria, la democracia ha sido entendida y asumida, la mayor parte de las veces, bien como forma de go- bierno, bien como conjunto de reglas que garan- tizan la participación política de los ciudadanos, bien como exigencia moral y humana, valiosa en tanto principio universal, o bien como método de ejercicio del poder.

De este abanico, conviene subrayar la primera variante, en la que el poder político es ejercido por el pueblo, lo cual lleva consigo el principio de la participación popular en los asuntos públicos y en el ejercicio del poder político. La participación, por tanto, es primordial a la hora de comprender y asu- mir la democracia. No obstante, no siempre existe

consenso acerca de lo que se define como partici- pación, como tampoco con la manera de entender el concepto de pueblo. Y es que de ello se despren- den consecuencias trascendentales a la hora de de- terminar el alcance real de la democracia.

En los Estados Unidos, durante el período de la guerra de las trece colonias contra Inglaterra, hacia finales del siglo XVIII, la discusión en tor- no a la democracia tuvo lugar entre contradic- ciones y conflictos, a través de un proceso que no fue lineal. En ese contexto se desarrollaron las dos tendencias ideológicas fundamentales que influi- rían posteriormente en las nuevas instituciones políticas y jurídicas y en la formación del Estado norteamericano moderno: la antipopular, lidera- da por los federalistas Hamilton, Madison y Jay; y la democrática, encabezada por Jefferson y Paine. En cuanto a la forma de gobierno que debía adop- tar el Estado norteamericano, los federalistas se pronunciaban a favor de la monarquía constitu- cional a semejanza de la inglesa, mientras que los partidarios de la tendencia democrática abogaban por la república democrática burguesa. Como se sabe, finalmente se impuso esta última posición.

A partir del siglo XIX, como se aludía al comien- zo de este artículo, con el famoso libro de Alexis de Tocqueville La Democracia en América, se in- corpora un nuevo término al lenguaje político en los Estados Unidos: el de democracia representa-

tiva, cuyo efecto sería trascendental. Se comien-

za a utilizar el término acuñado por dicho autor, concediendo al sufragio y al sistema electoral en general, el papel esencial dentro del ejercicio de- mocrático y relegando a un segundo plano la par-

ticipación ciudadana en la toma de decisiones y en el ejercicio del poder. Esta idea de la represen- tación liberal burguesa que se plasma en la socie- dad norteamericana (que no rinde cuenta, que no

es revocable, que se desvincula cada vez más de los intereses populares), es, desde luego, la nega- ción misma de la democracia. Y sin embargo, he ahí uno de los mitos ensamblados, con el aval de la historiografía tradicional norteamericana, en la


cultura nacional de los Estados Unidos, en el ima- ginario de su población, y en la imagen mundial que proyecta ese país.

Con el desarrollo del capitalismo se producen cambios radicales en la concepción de la demo- cracia y de la participación que se había estable- cido a través de la sociedad esclavista y feudal. La vida social se hace más compleja, toda vez que se amplían las esferas de participación ciudadana y se incrementan las personas con derecho a parti- cipar. La participación en el ejercicio del poder y en los asuntos del Estado, bien directamente o por medio de representantes, es consagrada jurídica- mente como uno de los derechos fundamentales del ciudadano, extendiéndose a grandes capas de la población. Se convierte en un atributo de las masas, sobre la base de la idea de la soberanía po- pular.

Anticipándose un poco a la célebre Revolución francesa, que consagra tales principios, la que tie- ne lugar en los Estados Unidos, con base en la De- claración de Independencia, de 1776, en la Cons- titución, de 1787, y sobre todo en las enmiendas que introduce la denominada Carta de Derechos

(Bill of Rights), permite a los atributos de la de-

mocracia entrar formalmente en vigor en la vida social y política norteamericanas: la libertad de palabra, de prensa, de reunión, de asociación. La historia ha mostrado, más de una vez, los límites reales con que tropieza el ejercicio de tales atri- butos.

Desde la Constitución, la idea relativa a lo que luego quedaría entronizado como la forma básica de participación en la vida social y política de un Estado o país quedaría recogida en términos del derecho a elegir y a ser elegido. En una sociedad como la estadounidense, la cuestión de la demo- cracia se reduce, como regla, a la institucionali- dad de las elecciones. Si existe el derecho al su- fragio, hay democracia. Si no existe, ni hablar de democracia.

En el siglo XX, esa concepción específica, re- duccionista y unilateral, se estrecha más aún, en

la medida que los enfoques norteamericanos defi- nen los procesos electorales como expresión de la democracia solo en aquellos casos en los cuales se reproduce el esquema válido en los Estados Uni- dos. Si no se lleva a cabo a su imagen y semejanza, entonces los mecanismos democráticos no son reales o son incompletos. Por tanto, fuera de ese patrón, no existe la democracia. Los medios de difusión, el arte y la cultura en los Estados Unidos (e inclusive, también en muchos otros países) han contribuido, queriéndolo o no, no solo a difundir los bienes de consumo que simbolizan a esa so- ciedad —como la Coca Cola, las hamburguesas McDonalds, las películas de Hollywood, los auto- móviles Ford, Buicks o Chevrolets, los equipos de la General Motors— sino el modelo de democra- cia que se supone es de valor universal y que de modo legítimo puede extenderse a la cultura no occidental.

Teniendo en cuenta la significación que tienen los procesos de elecciones presidenciales para la comprensión de la democracia en una experien- cia como la de los Estados Unidos, es que gene- ralmente se unen las dos cuestiones al hablar del sistema político de ese país. No es inusual hallar la expresión de que el mismo es, por excelencia, un “sistema democrático” o un “sistema electoral democrático”, cuando se está haciendo alusión al carácter y contenido que allí asume el bipartidis- mo y el proceso electoral, donde se relativiza el significado del voto popular.

Pareciera que, ante tales verdades, aún faltan algunos requisitos para afirmar que los Estados Unidos, en sus ya casi doscientos cuarenta años de experiencia como Estado-nación, han satisfe- cho la promesa democrática. Sobre todo, si qui- siera entenderse el asunto a la luz de lo que preci- sa Zinn, en las últimas líneas de su citada obra. En ella comenta que el principio democrático sub- sumido en el espíritu de la Declaración de Inde- pendencia, “declaraba que el gobierno era secun- dario, que el pueblo que lo había establecido era lo primero. Por consiguiente, el futuro de la de-


mocracia depende del pueblo, y de su conciencia creciente acerca de cuál es la manera más decente de relacionarse con los seres humanos de todo el mundo”.15 Compárese esa aspiración con la rea- lidad norteamericana de hoy. Parece obvio que la promesa no se ha cumplido y que la vocación democrática de los Estados Unidos tiene mucho más de expresión mítica que de verdad.

Nota final

El exergo con el que se inicia este artículo evoca

—a través de las palabras de Mark Twain—, las peo- res tradiciones que con la práctica imperialista le han añadido ribetes a la cultura política norteamericana, haciendo legítima una representación como la utili- zada por ese escritor. Está claro que esa simbología satírica sugiere identificar la bandera de los Estados Unidos con la que usaban las embarcaciones piratas en el pasado. Téngase presente que Twain fue testigo tanto de la guerra civil como de los procesos que, en la última década del siglo XIX, indican la transición del capitalismo premonopolista al imperialismo, in- cluyendo la intromisión en la guerra entre Cuba y España. De ahí que el tono de sus obras fuese a me- nudo de parodia y de crítica mordaz al referirse a prácticas expansionistas, agresivas y genocidas, que negaban el ideario de la Revolución de Independen- cia y la noción de democracia en la tradicional usan- za norteamericana.

La obra de Zinn incursiona en la historia esta- dounidense mediante un formato ajeno a la es- tructura habitual de los textos referidos a esa te- mática y, desde luego, no constituye ni un manual ni un libro de texto concebido para la enseñanza; tiene la virtud de entrar y salir en pasajes históri- cos, combinando anécdotas, sentido del humor y vivencias propias.

La otra historia de los Estados Unidos es una con-

tribución decisiva para entender que la cultura polí- tica norteamericana se define porcaracterísticas del proceso histórico de la colonización inglesa y el de la

15Howard Zinn: ob. cit., p. 512. 16Howard Zinn: ob. cit., p. 503.

formación de la nación, relacionados con el domi- nio de valores y tradiciones propios del individualis- mo, el apego a la propiedad privada, el puritanismo evangelista, la ética protestante, los sentimientos de supremacía religiosa, racial y étnica, y la impron- ta utilitarista y materialista de corrientes filosóficas como el pragmatismo y el instrumentalismo o de concepciones sociológicas como las del positivismo y el empirismo, manifestadas en el modo de asumir la frontera en términos geopolíticos y la política ex- terior bajo el signo de la realpolitik.

Entre otros aspectos de gran vigencia, sobresa- len sus agudos análisis sobre el lugar y papel del racismo en la sociedad estadounidense, su evo- lución histórica, las prácticas genocidas contra la población india o nativa y la sólida crítica a las ideas del politólogo conservador Samuel P. Hun- tington acerca de la democracia restringida. Su esfuerzo por añadir actualizaciones a La otra his- toria de los Estados Unidos es una muestra nítida, consecuente, de su sentido de compromiso con el oficio de historiador, de su condición de intelec- tual orgánico.

En las circunstancias de bajo la segunda etapa de gobierno de Barack Obama, cuadno crece la intensidad de sus políticas apoyadas en los resor- tes del soft power y el smart power, mediante lo cual se concede un valor agregado a los instru- mentos ideológicos, y, sobre todo, en un contexto en el que en más de una ocasión (como sucedió en las Cumbres de la Américas de 2009 y 2015), dicho presidente ha llamado a olvidar la historia y a un nuevo comienzo, es conveniente recordar la palabra de Zinn cuando afirma que “si la expe- riencia histórica tiene algún significado, el futuro de la paz y la justicia en los Estados Unidos no dependerá de la buena voluntad del gobierno”.16

Zinn sigue presente, cinco años después de su partida física, militando en las filas del pen- samiento crítico contemporáneo, dentro y fue- ra de los Estados Unidos, como un activo es-


timulador de la historiografía norteamericana. Lo hace través de la utilización de sus obras como fuentes bibliográficas en la enseñanza universitaria, como referencia investigativa en los estudios científicos y como ejemplo de voz contestataria y acción contrahegemónica, en una nación crecientemente conservadora don- de tuvo el valor personal de situarse junto a los oprimidos otras figuras que ya tampoco están de cuerpo presente, como Edward Said, Gore


17David Brooks: ob. cit., p. 21.

Vidal, William Styron y Norman Mailer. Ellos, desde la literatura, la crítica artística y el pen- samiento social, fertilizaron la cultura de resis- tencia ante la ofensiva ideológica del imperialis- mo en su país y contribuyeron a mantener viva la memoria histórica norteamericana, incluso a recobrarla en algunos casos. Como expresó Da- vid Brooks al referirse a Zinn, “el historiador seguirá vivo a través de los desobedientes que siempre celebró”.17