Nueva Época
Número 02
Sociólogo y politólogo. Profesor e Investigador Titular del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU) y Presidente de la Cátedra “Nuestra América”, Universidad de La Habana
e-mail: jhernand@cehseu.uh.cu Numero ORCID: 0000-0001-7264-6984
El artículo examina los procesos y cambios que conforman el contexto de crisis estructural y co- yuntural que definen a la sociedad norteamerica- na a inicios del tercer decenio del siglo XXI y que se proyectan con un rumbo incierto, con implica- ciones para el tablero estratégico global. El aná- lisis se focaliza en las relaciones existentes entre la recesión económica en curso, el impacto de la pandemia del nuevo coronavirus y las elecciones presidenciales que tienen lugar en 2020, en una crisis general que no ha abandonado la escena y se manifiesta no sólo en la esfera económica, sino también en la sociopolítica y cultural de los Esta- dos Unidos en las últimas décadas. La exposición se estructura en tres partes. La primera resume las nociones básicas, a manera de un abreviado marco teórico, desde el que se aborda la realidad norteamericana. La segunda entrelaza el análisis de las crisis y los procesos electorales con una mi- rada muy panorámica. La tercera examina la pan- demia en el complicado contexto de la recesión en curso y de la no menos compleja campaña presi- dencial de 2020, cuyas expresiones son parte de la lógica del imperialismo norteamericano contem- poráneo.
nes, pandemia, imperialismo.
Abstract
The article examines the processes and changes that make up the context of structural and con- junctural crisis that define North American so- ciety at the beginning of the third decade of the 21st century and that are projected with an un- certain course, with implications for the global strategic board. The analysis focuses on the exis- ting relationships between the ongoing econo- mic recession, the impact of the new coronavirus pandemic and the presidential elections that take place in 2020, in a general crisis that has not left the scene and is manifested not only in the eco- nomic sphere, but also in the sociopolitical and cultural sphere of the United States in recent de- cades. The exhibition is structured in three parts. The first summarizes the basic notions, as an ab- breviated theoretical framework, from which the North American reality is approached. The se- cond interweaves the analysis of crises and elec- toral processes with a very panoramic view. The third examines the pandemic in the complicated context of the ongoing recession and the no less complex 2020 presidential campaign, whose ex- pressions are part of the logic of contemporary US imperialism.
Key words: Crisis, elections, contradictions, pandemic, imperialism
*Una versión preliminar de este trabajo fue presentada como ponencia en el Primer Congreso Latinoamericano “Crisis mundial y geopolítica”, realizado en noviembre de 2020 en Buenos Aires, de modo virtual, bajo auspicios del Centro de Investigaciones en Política y Economía (CIEPE) y el Observatorio Internacional de la Crisis (OIC).
Los Estados Unidos viven una crisis definida no solo por problemas y dificultades de carácter económico, sino por un complejo de contradic- ciones que abarca lo político, lo social, lo ideoló- gico, lo cultural, lo ecológico, lo estratégico, que se manifiesta en una escala internacional com- pleja, a nivel global. Al decir de William Robin- son, “no se trata de una crisis cíclica, sino estruc- tural, una crisis de restructuración”, que “tiene el potencial de convertirse en una crisis sistémica” (Robinson, 2013: 10). En este sentido, la crisis forma parte esencial de la propia dinámica de restructuración constante de la modernidad ca- pitalista que lleva consigo el imperialismo con- temporáneo, cuya configuración geopolítica se ha hecho más amplia y profunda.
En la actualidad, según lo ha explicado David Harvey, “las grandes contradicciones acumula- das durante el desarrollo histórico del capitalis- mo ya no encuentran soluciones apegadas a sus racionalidades y mecanismos de articulación y funcionamiento tradicionales y no parecen tener una salida satisfactoria dentro de los márgenes de la propia lógica del capital y de las formas de funcionamiento del sistema mundial” (Harvey, 2013).
En ese proceso de restructuración y búsqueda de soluciones, la tradición política liberal se ago- ta, en la medida que pierde funcionalidad para la reproducción del imperialismo norteamericano, y se abren paso, de manera sostenida y creciente, tendencias ideológicas conservadoras y de dere- cha radical, con expresiones internas e interna- cionales, que naturalizan las relaciones sociales de dominación y cancelan las alternativas ante el poderío imperialista. Asumiendo a Marx y Le- nin, y siguiendo a Gramsci y Foucault, se trata de que la producción de concepciones del mundo, de imaginarios colectivos, están en la base de la producción de las relaciones de poder que com- ponen la hegemonía. La producción ideológica se halla, así, en el centro mismo de la dinámica
hegemónica del imperialismo contemporáneo en los Estados Unidos, entendido este último como el carácter permanente del capitalismo allí (Amin, 2001). Y esa ideología se aparta a pasos agigantados, desde hace cuatro décadas, de los valores y mitos de la democracia liberal burgue- sa representativa que ha acompañado al modo de producción capitalista y a la cultura nacional en ese país. Ello se acrecienta en la nueva arti- culación del consenso que necesita la hegemo- nía imperialista hoy, dados sus notables alcances geopolíticos, presentando rasgos que la acercan al pensamiento fascista, ahondando ello las con- tradicciones con el sistema de valores y la sim- bología con que se asocia la fundación misma de la nación y se representa a los Estados Unidos como modelo democrático universal (Hernán- dez Martínez, 2018).
Con posterioridad a la Segunda Guerra Mun- dial, la historia de los Estados Unidos demuestra que las estructuras y contextos que han acompa- ñado al desarrollo capitalista en ese país han con- dicionado una gran capacidad adaptativa del im- perialismo contemporáneo, el cual ha sido capaz de realizar ajustes y reajustes que le han permitido absorber y superar los efectos recurrentes de sus propias crisis. Así ha transitado por conmociones y estremecimientos de diversos signos y calados, sobresalientes en períodos como los de las déca- das de 1960, 1970, 2000 y 2010, con impactos para el entorno estratégico mundial. No podría ser de otra manera, dado el lugar y papel determinante de los Estados Unidos en el sistema internacional, y de su liderazgo en el subsistema imperialista.
En ese contexto, la sociedad norteamericana se asoma a la tercera década del siglo en curso, al concluir el año 2020, en momentos de profun- dización de la crisis capitalista, palpable en un grueso rango de contradicciones, que incluyen la recesión económica, los daños provocados por la pandemia de la COVID-19, que la refuerza, jun- to a la polarizada contienda electoral de 2020, en una nación signada por la incertidumbre, la crisis
de credibilidad y legitimidad de los partidos y los candidatos a la presidencia, unido a un desgaste de la tradición política liberal y de una sostenida espiral ideológica conservadora. La pandemia es, a la vez, expresión y catalizador de una crisis más amplia, cuya espina dorsal es económica, pero que además es política, social, cultural, ecológica y sanitaria. Su ineficiente manejo gubernamen- tal responde no sólo a la irresponsable presiden- cia de turno, personificada en la figura de Donald Trump, sino al sistema político vigente, amparado en un Estado neoliberal, dentro del cual se articu- la el disfuncional sistema de salud norteamerica- no (Carbone, 2020).
La presente ponencia se adscribe al punto de vista según el cual “la pandemia de la COVID-19 no es la causa de una gran crisis económica, sino que la aceleró. Esa crisis ya era efectiva antes de que esta plaga vinera a precipitar su expansión” (Castro, 2020). Con similar línea de pensamiento, pero con matices referidos de manera específica al caso de los Estados Unidos, se ha señalado que “quienes asociaron los problemas de las bolsas con la epidemia del coronavirus estaban confun- diendo dos fenómenos distintos (…) la crisis de Wall Street no era culpa del coronavirus (…) para entender la crisis, hay que orientar la discusión hacia el funcionamiento del sistema capitalista a escala mundial” (Gandásegui, 2020). A estas pre- cisiones, que colocan adecuadamente a la pande- mia en el contexto de la crisis general capitalista, conviene agregar otra, concerniente al hecho de que la crisis en los Estados Unidos se ha venido evidenciando, además, en un proceso de declina- ción hegemónica —relativa en ciertos ámbitos— cuyas implicaciones forman parte de ese entorno integral del imperialismo en la actualidad.
Desde tales puntos de vista, queda claro que la
situación norteamericana, en su conjunto, está de- finida por la crisis estructural de un sistema que se hace más intensa por su coincidencia con una crisis coyuntural, en la que se cruzan las particu- laridades que introducen procesos como el de las
elecciones presidenciales correspondientes a 2020 y el de los estragos de la COVID-19, que concu- rren circunstancialmente en un oscuro laberinto (Gambina, 2020). Resulta oportuno iluminar ese entramado de relaciones desde la perspectiva de las ciencias sociales marxistas, bajo el lente de la concepción materialista de la historia, la teoría del imperialismo y los presupuestos teóricos de la politología, la sociología y la economía políti- ca, que encuentran resonancia hoy en el pensa- miento crítico (Escobar, 2013). A la luz de tales referentes teóricos, procesos específicos, ubicados en distintos planos, pero interconectados, como las crisis, los cambios, los reajustes y las eleccio- nes, son expresión de —y deben ser comprendi- dos por— la lógica del imperialismo (Hernández Martínez, 2010). Con esa intención, el trabajo se ha estructurado en tres partes.
La primera expone de manera concentrada las nociones básicas que conforman un abreviado marco teórico, desde el que se aborda la realidad norteamericana. La segunda entrelaza el análisis de las crisis y los procesos electorales con una mirada muy panorámica. La tercera examina la pandemia en el complicado contexto de la recesión en curso, de la no menos compleja campaña presidencial, y coloca su análisis en el marco de la lógica del impe- rialismo norteamericano contemporáneo.
La definición que hizo Lenin del imperialismo hace más de un siglo estaba referida al contex- to histórico de la Primera Guerra Mundial y a los años siguientes, cuando dicho fenómeno adquiría visibilidad y plenitud multidimensional, como re- sultado de la monopolización y del nacimiento del capital financiero, que dejaban atrás la época del capitalismo de libre competencia. Como lo precisó en su conocida obra El imperialismo, fase superior
del capitalismo —cuyo título resumía lo fundamen-
tal de su comprensión—-, el análisis que realizó se enfocaba sobre un período histórico específico, era principalmente teórico y se limitaba a sus rasgos
económicos fundamentales, sin contemplar otros aspectos importantes, con lo cual indicaba que su aproximación no era exhaustiva (Lenin, 1968). Por eso mismo, toda vez que no se trataba de una defi- nición acabada, es que su implicación metodológi- ca, como guía para ulteriores indagaciones y como marco general, ha seguido siendo válida. A la vez, su caracterización estructural expuesta en El impe- rialismo y la escisión del socialismo ha mantenido su vigencia como articulación económica global, a pesar de los cambios que desde entonces han teni- do lugar y de que, como todo fenómeno históri- co, el imperialismo se ha transformado. Las expre- siones concretas reales de los atributos que Lenin identificó han ido variando en consonancia con las diferentes condiciones históricas, más conservan actualidad sus puntos de partida: “El imperialismo es una fase histórica especial del capitalismo. La sustitución de la libre competencia por el monopo- lio es el rasgo económico fundamental, la esencia del imperialismo. El capital financiero es el capital industrial monopolista fundido con el capital ban- cario se ha iniciado el reparto económico. La ex- portación del capital, a diferencia de la exportación de mercancías bajo el capitalismo no monopolis- ta, es un fenómeno particularmente característico, que guarda estrecha relación con el reparto econó- mico y político-territorial del mundo. Ha termina- do el reparto territorial del mundo de las colonias” (Lenin, 1974: 57).
Esta precisión no debe perderse de vista, ya que es frecuente encontrar interpretaciones unilatera- les, economicistas, del enfoque leninista. Según lo advierten Petras y Veltmeyer, la mayoría de los teóricos del imperialismo recurren a un tipo de reduccionismo económico en el cual se minimi- zan o ignoran las dimensiones políticas e ideoló- gicas del poder imperial y se sacan de contexto categorías como las de inversiones, comercio y mercados (Petras y Veltmeter, 2012).
El proceso que sigue a la Segunda Guerra Mun- dial le imprime al imperialismo contemporáneo su fisonomía como sistema internacional que, sobre la
base de tales rasgos, coloca su epicentro en los Es- tados Unidos, alcanzando la condición hegemóni- ca que desde entonces se manifiesta —entre rivali- dades interimperialistas, contradicciones globales, competencias productivas y tecnológicas, conflic- tos bélicos y redes de alianzas—, con una definida proyección geopolítica, ampliando su radio de in- fluencia por los espacios más diversos: geográficos, económicos, políticos, militares, ideológicos, cul- turales, y en períodos más recientes, cibernéticos. Esa hegemonía, como expresión multidimensional que alcanza en el citado contexto posbélico, es inte- gral y dinámica. Se manifiesta con ritmo creciente en los espacios mencionados. Tanto al interior de la nación norteamericana como en sus relaciones externas impera un consenso que se materializa a través de una diversidad de aparatos ideológicos del Estado, que incluyen instituciones educativas y culturales, medios de comunicación, organizacio- nes sociales, cuyo accionar conjunto propicia di- namismo mediático-propagandístico, optimismo sociocultural, desarrollo de alianzas diplomáticas y militares internacionales, expansión ideológica y auge económico-financiero.
Las nuevas codificaciones acerca de la “amena-
za”, que se estructuran bajo la Guerra Fría, susti- tuyen el peligro fascista por el comunista, erigién- dose la confrontación geopolítica en un mundo bipolar, entre el “Este” y el “Oeste”, en la piedra angular de la política exterior norteamericana, en cuya narrativa se jerarquiza la importancia de de- fender la seguridad nacional, concebida como pre- texto y función de la hegemonía internacional. Ese complejo y contradictorio proceso ideológico con- diciona (y a la vez, es resultado de) una profundi- zación creciente de la condición hegemónica de los Estados Unidos o para expresarlo con mayor exac- titud, del imperialismo norteamericano. En la me- dida en que se afirma el consenso, se convierte en fuente de legitimidad de las políticas en curso, sin que aparezcan dentro de esa sociedad límites mo- rales o legales trascendentes en su despliegue. Esa legitimación posee un valor agregado. Expresa los
intereses de una clase dominante, es resultado de la legitimación ideológica del poder del Estado, im- pregnando la conciencia de las clases dominadas.
Se trata del consenso que necesita el imperialis- mo. En este sentido, según Foucault, se manifies- ta la función de la ideología como mecanismo de poder: el poder no es algo que se posee, sino que se ejerce. Para Foucault, el poder es ante todo des- pliegue de relaciones de fuerza, de dominación. Y la ideología sella la creación de consenso, sin tener que apelar a la coerción (Foucault, 2001). Desde este punto de vista, se corrobora la inter- pretación gramsciana, según la cual la clase do- minante ejerce su poder no sólo por la coacción, sino porque logra imponer su visión del mundo a través de los mencionados aparatos ideológicos del Estado, que garantizan el reconocimiento y la internalización de su dominación por las clases dominadas. Se trata del proceso de conformación de consensos para asegurar su hegemonía, in- corporando algunos de los intereses de las clases oprimidas y grupos dominados. La mejor expre- sión de la hegemonía, o su momento de mayor eficiencia, es cuando no necesita estar acorazada de coerción (Gramsci, 1974).
Estas precisiones son relevantes en la medida en
que en las condiciones del imperialismo contempo- ráneo, en la actuación interna y externa de los Esta- dos Unidos, tiende a ser más frecuente la domina- ción, y no resulta tan cotidiana la hegemonía. Según Isabel Monal, “el mundo actual se encuentra en pre- sencia de una nueva fase del imperialismo suma- mente agresiva y de fuerte tendencia expansionista” (Monal, 2017: 104). Ello resulta lógico, ya que como señalara Lenin, “el viraje de la democracia a la re- acción política constituye la superestructura política de la nueva economía, del capitalismo monopolis- ta (el imperialismo es el capitalismo monopolista). La democracia corresponde a la libre competencia. La reacción política corresponde al monopolio (…). Tanto en la política exterior como en la interior, el imperialismo tiende por igual a conculcar la demo- cracia, tiende a la reacción” (Lenin, 1973: 34).
Al producirse el llamado “fin” de la Guerra Fría, a comienzos de la década de 1990, el término de imperialismo había prácticamente desaparecido del lenguaje periodístico, académico, partidista y gubernamental. En palabras de Atilio Boron, el irresistible ascenso del neoliberalismo como ideología de la globalización capitalista en las úl- timas dos décadas del siglo pasado conducía en unos casos a ignorar su significado conceptual y en otros, a cuestionar. Las premisas mismas de las teorías clásicas del imperialismo, formuladas por Hobson, Hilferding, Lenin, Bujarin y Rosa Lu- xemburgo (Borón, 2004).
Desde que comienza la actual centuria, existe en los Estados Unidos un renovado sistema de dominación imperialista ajustado a las circuns- tancias cambiantes del sistema-mundo, que di- fiere bastante del que existía en la época en que Lenin caracterizó al imperialismo, en los prime- ros decenios del siglo XX. Teniendo en cuenta el condicionamiento histórico de todo proceso so- cial, está claro que el imperialismo no es un fenó- meno inmutable. Por tanto, en el siglo XXI se trata de otra realidad, definida por los efectos acumu- lados de dos guerras mundiales, de varias fases en el desarrollo de revoluciones científico-técni- cas, de profundos cambios políticos y culturales, acompañados de la globalización neoliberal, entre otros fenómenos que han transformado al modo de producción capitalista, impulsando nuevas re- laciones sociales y desarrollando las fuerzas pro- ductivas. El auge del pensamiento único (bajo la confluencia ideológica del neoliberalismo, el pos- modernismo, y de un renovado irracionalismo filosófico), conlleva una narrativa concentrada en la globalización y la posmodernidad, centra- da más en visiones apocalípticas sobre el fin del mundo que en el fin del capitalismo. Con ello se deja a un lado al imperialismo, como algo anacró- nico.
En cambio, el imperialismo sigue vigente. Ha
cambiado, pero sigue siendo imperialista. Más allá de ciertas modificaciones en su morfología,
sus componentes o rasgos estructurales, en esen- cia, son los mismos: los grandes monopolios de alcance transnacional y base nacional, fruto de la elevada concentración de la propiedad, y del capi- tal, junto a los gobiernos de los países metropoli- tanos o potencias imperialistas; las instituciones financieras internacionales, que integran una ar- quitectura mundial; los procesos de exportación de capitales, en interacción con una tendencia re- cíproca y complementaria, a partir de la cual el imperialismo también recibe los efectos impor- tadores; y la continuidad del proceso geopolíti- co y geoeconómico, relacionado con el control de territorios, mercados, materias primas e in- versiones. Por su diseño, propósito y funciones, esos elementos no hacen sino otra cosa que re- producir, consolidar y perpetuar la vieja estruc- tura imperialista. Su lógica de funcionamiento no es la misma desde el punto de vista de la forma, pero en cuanto a sus contenidos y esencia sí lo es. Como también lo es la ideología que justifica su existencia, los actores que la dinamizan y los re- sultados de las relaciones de dominación y hege- mónicas, de opresión, explotación y control que promueve. En este sentido, la práctica imperialis- ta es, por definición, profundamente geopolítica. El sistema de dominación que construye no pue- de sino desarrollarse a partir del ejercicio del po- der en todos los espacios, incluyendo en el siglo XXI, de manera prioritaria, el ideológico, el cultu- ral y el cibernético.
La presencia, ampliamente estudiada, de una
crisis global que se despliega en los Estados Uni- dos desde el decenio de 1970, explica en gran medida los acontecimientos más recientes en la escena integral de ese país. Se trata de un proce- so que aflora desde entonces con intermitencias, manifestándose con profundidades, extensiones y fluideces diversas, lo cual hace difícil descifrar las especificidades y superposiciones de la crisis en sus dimensiones más variadas. Como sucede con los procesos que se hallan en pleno despliegue, el discernimiento de la crisis norteamericana actual
es un ejercicio intelectual complejo, sobre todo por las condiciones en que tiene lugar, al concluir la década de 2010.
Con razón se ha afirmado que “el término crisis económica, o crisis, en general, ha sido tan prodi- gado que confunde, se ha convertido en una es- pecie de comodín que sirve para cualquier cosa” (Martínez, 2012). En este trabajo se asume la cri- sis en su sentido más amplio, entendiéndola como cambio, y se le denota como un proceso multi- dimensional que lleva consigo transformaciones que afectan la totalidad de un sistema y se prolon- gan en el tiempo (Gandásegui, 2007). El análisis se acoge a la perspectiva esbozada por Marx en el prólogo a la Contribución a la crítica de la econo-
mía política, al aludir a una crisis estructural del
modo de producción capitalista, en términos más bien de largo plazo, y precisar que el desarrollo de contradicciones entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción existentes significa un cambio “en la base económica trastorna más lenta o rápidamente toda la colosal superestruc- tura” (Marx, 1973:7). Lo que así bosqueja en un texto tan sintético, como es conocido, lo desarro- lla puntualmente en los Grundrisse y en diversas secciones de su extensa obra, El capital (Marx, 2002).
Harvey considera como un lugar común el he- cho de que las contradicciones del capitalismo, como sistema, se manifiestan cíclicamente a tra- vés de crisis y de que estas, de hecho, no sólo son inevitables sino también necesarias, en tanto úni- cas formas de restaurar el equilibrio y de resolver, al menos temporalmente, las tensiones internas de la acumulación de capital. En ese trayecto, pro- sigue, es que el capitalismo ha sobrevivido, a pesar de las numerosas predicciones de su inminente desaparición, lo que sugiere que dispone de sufi- ciente fluidez y flexibilidad para superar todos los límites, que no excluyen el uso de fórmulas vio- lentas. “Las crisis son, por decirlo así —señala—, racionalizadoras irracionales de un capitalismo siempre inestable” (Harvey, 2012: 65). Ese criterio
es congruente con la idea expresada por Marx, que considera a las crisis como mecanismos del sistema capitalista para restablecer el equilibrio a través de la conmoción generalizada del mismo. Su análisis deja claro que al sistema capitalista le son consus- tanciales las crisis periódicas debido a su naturale- za esencialmente contradictoria (Bolitvinik, 2010). El modo de producción capitalista impulsa el desa- rrollo permanente de las fuerzas productivas, pero este desarrollo choca inevitablemente contra los lí- mites que impone el mismo sistema capitalista, y esta contradicción da lugar de manera inevitable a las crisis como medio de resolverla. Por consi- guiente, como también es conocido, las crisis no se originan por factores externos, sino que respon- den a la propia dinámica interna del capitalismo, pudiendo adoptar, incluso, formas violentas (Ruíz Sanjuan, 2014). Como lo precisara Marx en El ca- pital, “esas diversas influencias se hacen sentir, ora de manera más yuxtapuesta en el espacio, ora de manera más sucesiva en el tiempo; el conflicto en- tre las fuerzas impulsoras antagónicas se desahoga periódicamente mediante crisis. Estas siempre son solo soluciones violentas momentáneas de las con- tradicciones existentes, erupciones violentas que restablecen, por el momento, el equilibrio pertur- bado” (Marx, 1996).
Así, la crisis en que viven en los Estados Unidos en 2020 no es exclusivamente sanitaria, sino de ex- presiones múltiples: económica, social, política y cultural, y se desenvuelve en un entorno de agudi- zación de conflicto racial, motivado por un repun- te de represión y violencia policial, acompañada de protestas masivas, pero también de gran indife- rencia. En el fondo, se contraponen, una vez más, relaciones de poder, contradicciones clasistas. La impunidad, el cinismo, la intolerancia y la repre- sión estatal que dibujan la dominación imperialista ejercida por las clases dominantes al interior de la formación social norteamericana generan reaccio- nes masivas en buena medida espontáneas que no
están respaldadas por un amplio consenso popular, pero que dejan ver la creciente inconformidad de diversos sectores, marginados del poder, entre los cuales han sobresalido las voces de movimientos sociales, la clase obrera, las llamadas minorías y la intelectualidad, junto a las posiciones del Partido Demócrata, que aprovecha el contexto para ganar espacios como fuerza opositora en la contienda electoral frente al Republicano, en el gobierno.
Vista en perspectiva, la crisis es sistémica (por- que afecta al sistema capitalista en su conjunto), es estructural (porque se expresa en múltiples dimensiones y niveles) y es civilizatoria (porque vulnera el proceso de interacción sociedad-natu- raleza y coloca en una encrucijada el lugar cen- tral del hombre, al priorizarse la importancia del mundo de los negocios y las ganancias por enci- ma de la vida humana). La manera en que el pre- sidente Trump manejó los problemas causados por la enfermedad del coronavirus y la magnitud de las insuficiencias profesionales, administra- tivas, logísticas y de funcionamiento del sistema de salud, así como de la política pública sanitaria, revela que —valga la reiteración— “la crisis es de largo plazo, de todo el sistema y es además mul- tidimensional. Se trata de una crisis estructural y sistémica, una crisis civilizatoria que prohíja una y varias crisis. No se trata de una superposición, sumatoria o concatenación de crisis, sino que se refiere a expresiones del agotamiento de la estra- tegia de expansión capitalista neoliberal, basada en estrategias espurias, como la explotación ex- tenuante del trabajo inmediato, la superexplota- ción del medio ambiente y la financiarización de la economía mundial” (Márquez, 2012).
La crisis norteamericana contemporánea es
examinada ampliamente en la literatura especia- lizada por diversos autores y enfoques, que en ge- neral coinciden en su profundidad, extensión y perdurabilidad de sus efectos, así como en el he- cho de que es expresión de la crisis del neolibe- ralismo, y en que puede culminar el proceso de declive hegemónico de los Estados Unidos que
se registra durante los últimos veinte años, en el contexto de la crisis del sistema capitalista mun- dial. El debate acerca de la declinación norteame- ricana incluye distintos puntos de vista, prevale- ciendo el criterio de que se trata de un proceso relativo, y de que no se traduce en un desplome del mayor de los imperialismos en un breve pla- zo (Maira, 2015). Aunque se reconoce que cada vez más otros sujetos globales, como China y Ru- sia, le disputan determinados espacios, también se destacan las potencialidades y recursos de los Estados Unidos como garantes de su posición he- gemónica y expresiones de sus capacidades para superar las crisis y depresiones cíclicas (Wallers- tein, 2003 y Arrighi, 2005). Pero ciertamente, los Estados Unidos muestran limitaciones en cuanto a generar con sostenibilidad crecimiento econó- mico y desarrollo humano, al mismo tiempo que no han podido ocultar su fracaso al promover po- líticas de ajuste estructural y operar resortes de la institucionalidad capitalista a través de entidades como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio. En ese marco, las imágenes generalizadas so- bre los Estados Unidos han cambiado. La situa- ción actual contrasta profundamente con la que estaba generalizada unas décadas atrás. La nación norteamericana era vista como una economía próspera, como una sociedad altamente eficiente, con una población laboriosa, disciplinada y pro- ductiva, con servicios públicos funcionales, pre- supuestos balanceados, con inversiones amplias y seguras, políticas fiscales y monetarias sanas, y superávits comerciales permanentes. Se le perci- bía como una sociedad armoniosa, con una clase media en constante expansión, con gran movili- dad social, como un modelo de democracia libe- ral. Desde luego que se trataba de visiones edul- coradas, manipuladas por el poderoso andamiaje de aparatos ideológicos del Estado capitalista, que minimizaba, tergiversaba y ocultaba las realida- des de pobreza, discriminación, violencia y ex- plotación. Pero en la medida que comenzó y se
extendió el declive general, tales representaciones ceden el paso a miradas alejadas de aquel triun- falismo y optimismo, conduciendo al cuestiona- miento de los logros del Coloso del Norte en su economía, sociedad, cultura, política y gobierno. A partir de las conmociones de 2001, y sobre todo, luego de las que tienen lugar entre 2007 y 2009, las secuelas negativas conforman un definido en- torno de crisis, entre recuperaciones parciales y efímeras, que trasciende al presente, por encima de logros pasajeros de alguna que otra Adminis- tración (Ornelas, 2012).
La sombra de una crisis inconclusa, con efectos acumulados en el presente siglo hasta el inicio de su tercer decenio, puede caracterizarse por proce- sos y situaciones que mantienen mayor o menor presencia, con altibajos, pero que no abandonan la escena. Los principales episodios críticos regis- trados en las dos últimas décadas han sido objeto de no pocos trabajos, que abordan la crisis con- temporánea como un proceso cíclico y de larga duración, apoyándose en la concepción de los ci- clos de Kondratiev (Martins, 2010 y 2012). Y por otros, que pasan revista a las variables o indica- dores macroeconómicos que reflejan los cambios en el patrón de reproducción estadounidense, los procesos recesivos, de ajuste y recuperación, po- niendo atención a los desequilibrios, las caídas de la bolsa, las burbujas especulativas, las tasas de interés en el mercado de capitales, entre otros. Entre ellos, particular interés presentan la mirada a la crisis económica y financiera ocurrida entre 2007 y 2009, como parte de las transformaciones iniciadas en los años de 1970, con implicaciones internacionales que rebasaron la economía nor- teamericana, que “no debe apreciarse solamente como una gran crisis cíclica más, sino como par- te de un ajuste estructural de mayor alcance”, con efectos acumulativos y palpables cincuenta años después” (Fernández Tabío, 2012: 208).
Más allá de las cifras y cuadros estadísticos
que se pueden consultar en estudios de ese cor- te, un inventario cualitativo, aunque seguramente
incompleto, ilustrativo de la recurrente secuencia de signos de crisis, que se amontonaban en oca- siones de modo latente, cuando no manifiesto, conducentes hoy al escenario en que se desplie- ga la pandemia de Coronavirus, no podría omi- tir los siguientes aspectos, que se relacionan sin orden de prelación: crecimiento lento e inestable de la economía, descensos del Producto Interno Bruto, aumento de la deuda externa, dificultades con el papel del dólar como moneda rectora de la economía global, incrementos del desempleo y de los niveles de pobreza, disminución del ingreso medio, deterioro de las infraestructuras y de los servicios públicos, definidos por contribuciones fiscales bajas y déficits altos, problemas con las re- des de energía y tecnologías digitales, atrofia de los sistemas educativos, de salud y de seguridad social, colapso en el mercado de viviendas, debili- tamiento de la oferta constructiva. “Es en ese con- texto de recuperación productiva lenta y reptante, aunada a una burbuja especulativa sin precedente en las bolsas y en los mercados financieros —se ha afirmado con acierto—, cuando el coronavirus atrapa al capitalismo con los dedos en la puerta” (Guillén, 2020: 4).
De modo que el impacto de la COVID-19 apor-
taba nuevos elementos al cuadro de crisis que pu- jaba por abrirse paso de nuevo en algún momento de 2020 o 2021, pero que sobre todo se insertaba como factor catalizador de ello. En este sentido, es esclarecedora la opinión de Richard Hass —quién como sabe, es el presidente del Council On Foreign Relations, formulada en un artículo publicado en abril de 2020 en Foreign Affairs, la emblemática revista de ese centro de pensamiento, conocido por su influyente papel en la vida política, cor- porativa e intelectual norteamericana— de que la pandemia, más que provocar una nueva crisis en los Estados Unidos, profundiza dimensiones sociales, políticas y económicas de una situación que ya se manifestaba, si bien con menor inten- sidad. Según argumenta, esa situación mostra- ba que el deterioro del modelo norteamericano,
a causa de un persistente estancamiento políti- co, que se unía a la creciente violencia armada, la mala gestión que condujo a la crisis financiera de 2007 a 2009. Lo que se introducía con la enferme- dad de la COVID-19 era, en su opinión, la tardía, incoherente e ineficaz respuesta gubernamental para enfrentar la epidemia. Para Hass, además de motivar ello una percepción generalizada de que ese país perdió el rumbo, alimentaba la convic- ción de que los Estados Unidos no estaban en ca- pacidad de superar por sí solos otros graves pro- blemas, como el de la crisis climática, después de que las políticas de Trump habían dañado las con- diciones para la cooperación con China y otras potencias mundiales. Su conclusión es que tras la pandemia, el orden internacional que se configu- re, alejado o no de la globalización, habrá dejado un liderazgo estadounidense disminuido, en me- dio de una cooperación internacional incierta y con mayor discordia entre los grandes centros del capitalismo contemporáneo (Hass, 2020).
La apreciación de Hass, compartida por no po-
cos especialistas, incluidos exponentes del pen- samiento crítico, tiene el valor —y por ello se le presta aquí esa atención— de constituir un reco- nocimiento, desde la propia intelectualidad orgá- nica que responde a la lógica del imperialismo, de las realidades, perspectivas y opciones de la crisis actual de los Estados Unidos.
Entre los procesos que tienen lugar en la socie- dad norteamericana, las crisis económicas y las elecciones presidenciales son de los que suscitan mayor atención por parte de las ciencias sociales, los medios de comunicación y la opinión públi- ca. Ambos movilizan actitudes y conductas po- líticas, impactan la conciencia colectiva y tienen consecuencias que trascienden las circunstancias en que se llevan a cabo. Las crisis, por lo general, son predecibles y aparecen de modo cíclico. Su periodicidad es irregular y son resultado del dina- mismo intrínseco al sistema capitalista, en cuyo
marco ocurre una interacción recurrente entre co- yunturas internas e internacionales, con mayor o menor variación y permanencia. Pueden pronos- ticarse hasta cierto punto y controlarse mediante la aplicación de determinadas políticas guberna- mentales, dentro de contextos histórico-concre- tos. Su carácter objetivo establece una pauta en su desenvolvimiento, a través de una secuencia que incluye la depresión y la recuperación. Las elec- ciones están sujetas, en cambio, a la regularidad que establece la Constitución para el funciona- miento del sistema político y transitan por una serie de etapas según un esquema invariable de competencia bipartidista, que comprende las pri- marias, las convenciones nacionales y los comi- cios finales. Su resultado está condicionado por la confluencia de factores diversos, de naturaleza objetiva y subjetiva, entre los cuales las crisis y las alternativas que ante ello ofrezcan los candidatos a la presidencia son decisivos. Y no lo son menos las imágenes que de ello difunden los medios de comunicación tradicionales, las nuevas tecnolo- gías y las redes sociales, como elementos también determinantes de las preferencias y los votos.
Con una dinámica esencialmente económica, las
crisis son, sin embargo, como ya se ha señalado, fe- nómenos multidimensionales, que repercuten en el tejido social en su conjunto, aun cuando ello no se manifieste siempre con inmediatez ni con efec- tos visibles en el corto y mediano plazos. En oca- siones, sus alcances se manifiestan de manera di- ferida, apreciándose una o dos décadas más tarde, en ámbitos como los de la política, la ideología y la cultura. Un par de análisis realizados oportuna- mente en los años de 1980 sobre los procesos que tenían lugar en aquél contexto, ilustran lo plantea- do, conservan vigencia y permiten contrastar la crisis en la época de la que se llamaría la “era Rea- gan” y el de lo que hoy se ha calificado como la “era Trump” (Borón, 1981 y Morales, 1983). Ese signifi- cado aconseja prestarles atención.
El primero de esos casos concierne al legado de los gobiernos de Roosevelt en el decenio de 1930,
cuyo programa orientado a la superación de la Gran Depresión, conocido como New Deal, se ar- ticulaba en torno a las propuestas keynesianas con bases de sustentación en una coalición de fuerzas integrada por la diversas y activa sociedad civil
—integrada por el movimiento obrero, negro, fe- menino, juvenil, la intelectualidad liberal, secto- res del partido demócrata y de los inmigrantes, sobre todo latinoamericanos—, la cual adquirió renovada expresión en los años de 1960, durante las conmociones que alcanzaron las luchas por la igualdad de derechos civiles y el auge de las ideas del Estado de Bienestar. El dinamismo de viejas propuestas ideológicas, unidas a nuevas deman- das, se reflejó en un activo accionar contestatario, plasmado en la crisis contracultural, que incluía el auge de la canción protesta, el movimiento negro, latino y el hippie, la moda desafiante en el vestir, las movilizaciones antibelicistas, contra el racis- mo, a favor de la emancipación femenina y del respeto a la homosexualidad.
El segundo caso tiene que ver con la secuela del
movimiento conservador que reaccionó a finales de la década de 1970 contra las diversas crisis de ese período —la profunda recesión económica, el escándalo Watergate, el síndrome de Vietnam, el revés internacional propiciador de la crisis de hegemonía—, y respaldó ideológicamente a la Revolución Conservadora impulsada por las Ad- ministraciones de Reagan, que desde el siguien- te decenio permaneció en la cultura cívica, más allá de etapas en las que estuvo sumergido, hasta su visible reaparición vigorosa veinte y cuarenta años después, respectivamente, con los gobiernos de W. Bush y de Trump, reafirmando su presencia con nuevos matices y bajo otras condiciones his- tórico-políticas. De la lectura de ambas ejempli- ficaciones queda claro que las crisis provocaron efectos multiplicadores que desbordarían la di- mensión económica, con implicaciones sociopo- líticas y culturales, imbricándose directamente con las campañas electorales y con los resulta- dos de las contiendas presidenciales, toda vez que
conllevaban cuestionamientos a los gobiernos de turno, en la medida en que la población identifi- caba los males del momento con sus desempeños y depositaba expectativas de cambio en las pro- mesas de la oposición.
El siglo XX concluyó con un cuadro en los Es- tados Unidos que si bien no estaba signado por las sombras de una crisis económica, la misma no se haría esperar, emergiendo en 2001, unos meses antes de los atentados terroristas del 11 de sep- tiembre. Desde entonces, renacería la angustia en el campo político-ideológico, ante las afectacio- nes socioeconómicas al nivel de vida de la pobla- ción, a lo que se sumaría el clima de desolación y temores como resultado de dichos atentados. En aquel contexto se hicieron muy palpables las divi- siones en la sociedad norteamericana, las cuales permanecerían más allá de la coyuntural unidad interna que provocaron los actos terroristas, es- tructurada en torno a la defensa de la seguridad nacional, pero mediante una noción más ligada a la vida cotidiana, en la medida en que implicaba también la seguridad familiar y personal.
Circunstancias marcadas por la incertidum- bre, las expectativas y la búsqueda de alternativas serían, hasta cierto punto, las que rodearon a los procesos electorales de 2008, 2012 y 2016, con ca- racterísticas diferenciables en uno y otro caso. En 2008, la silueta de la crisis inmobiliaria y financie- ra se proyectó sobre toda la sociedad con profun- das implicaciones, lo cual perduró por un tiempo considerable y se amalgamó con la crisis ideoló- gica que reflejaba la necesidad de cambios, ante el rechazo al conservadurismo reinante, impuesto por W. Bush, y parecía augurar una nueva oportu- nidad a las ideas liberales, las cuales no llegaron a cristalizar en términos convencionales ni con pro- fundidad con Obama. Empero, este concibió su campaña en 2008 a partir del cambio, utilizando esta palabra como símbolo central de la misma: Change. En 2012, fue obvia la frustración que mo- tivó la falta de correspondencia entre las prome- sas de Obama y su real desempeño en el primer
mandato, junto a las impactantes filtraciones de miles de documentos del Departamento de Esta- do a través de Wikileaks. Ya quedaba claro que su proyecto no significaba un retorno a la tradición liberal como tal, pero a pesar de todo, mantuvo su capital político, enfrentando la embestida nati- vista y populista de la derecha, al punto que tuvo que mostrar su certificación de nacimiento como prueba de que era un auténtico estadounidense. En los comicios de 2012, parecía quedar atrás la crisis económica en los Estados Unidos y se reavi- vaba una crisis ideológica y política, de desilusión ante los partidos y los políticos tradicionales. En ese marco, Obama llamaría en su campaña para la reelección a seguir adelante: Go forward.
La crisis de credibilidad y confianza extendida
en la sociedad norteamericana se haría más in- tensa, propiciando las fisuras en el sistema bipar- tidista. Luego de la inimaginable elección de un presidente negro en 2008 y de su ratificación en 2012, en 2016 se asistió a la no menos inusitada nominación de una figura femenina como can- didata, junto a la de un hombre conocido en los medios televisivos y multimillonario, cuya pro- yección inusual, escandalosa e irreverente, le ha- cían ver como no presidenciable.
Ese resquebrajamiento se apreció además en si- tuaciones internas de los dos partidos. En el De- mócrata, fue sorprendente el ascenso de Bernie Sanders como precandidato, con una imagen de radicalismo socialista, de izquierda, en el sentido socialdemócrata, que desbordaba las acostumbra- das posturas liberales de ese partido, que prevale- cieron en su cuestionamiento y suscribieron la no- minación de Hillary Clinton. En el Republicano, a pesar de la pretensión por parte de los conservado- res tradicionalistas y de los neoconservadores por salvar la imagen y la coherencia de su partido, que rechazaban la figura de Trump, terminó por impo- nerse su candidatura dadas las divisiones existen- tes, en virtud de lo cual los grupos simpatizantes con el Tea Party, los cristianos evangélicos y los li- bertarios vieron con buenos ojos esa alternativa.
Trump sería resultado y expresión de una cri- sis política e ideológica, en un contexto de elec- ciones, como las de 2016, con antecedentes en los decenios de 1960 y 1970, cuando surge lo que se conocería como la llamada nueva derecha, cuyas secuelas populistas, nativistas y racistas se han ex- tendido hasta el presente. Su retórica dividió a los electores entre los que creían, de un lado, que su desempeño preservaba la pureza étnica, la identi- dad cultural y la condición de los Estados Unidos como la pretendida nación imprescindible, y los que consideraban, de otro, que destrozaba la ima- gen universalizada del país que ha simbolizado el paradigma de la democracia y la libertad: la tierra prometida, el sueño americano. De alguna mane- ra, se vigorizaba el contrapunto que se había ma- nifestado entre el proyecto de reformas de Obama y la reacción de la extrema derecha, conservado- ra, entre el mencionado Tea Party y Occupy Wall
Street. En esa conflictividad, Trump enfrentaba
no solo a demócratas y republicanos, sino que fragmentaba internamente a estos últimos, refor- zando un contexto de crisis partidista.
A la vez, ello profundiza la crisis cultural que vive el país, derivada del choque entre la política real y los valores fundacionales de la nación. La escena política norteamericana al terminar el decenio de 2010 estaría definida, por tanto, por procesos que dibujaban una crisis integral. En el plano político, se definía con el desgaste del bipartidismo y la fal- ta de entusiasmo ante las alternativas ideológicas que ofrecían el liberalismo y el conservadurismo, expresivos más bien de rivalidades entre protago- nismos personales que entre proyectos de nación. Y en la economía, implicaba el reconocimiento gubernamental oficial de que país entraba en re- cesión, en medio de las calamidades ocasionadas por la pandemia. Así se completaba la perturbado- ra imagen de una sociedad en la que reinaban la incertidumbre, el temor, la desconfianza.
Cercana a su fin la contienda presidencial de 2020, bajo el impacto de la crisis provocada por
la pandemia del nuevo coronavirus, que como se ha argumentado, contribuyó a profundizar bue- na parte de los problemas acumulados duran- te el desempeño de Trump, la situación política y la economía en ese país adquirieron creciente complejidad. Enfrascado en conflictos diversos, fue absuelto del juicio político al que se le some- tió, continuando sus pretensiones de sacar a los Estados Unidos de tratados y acuerdos interna- cionales, que no pocos estudiosos consideraban, precipitadamente, como indicios de que Trump estaba revirtiendo la globalización, como si esta no fuese un proceso histórico de naturaleza ob- jetiva, articulado en torno a un eje de internacio- nalización económica del capitalismo, que recibe condicionamientos subjetivos, pero que no puede ser revertido por ellos. Para expresarlo de modo sucinto, lo que ha estado aconteciendo hasta el presente, es expresión de —y se explica por— la lógica del imperialismo.
Esta afirmación se confirma cuando se aprecia el curso anterior, asumido como antecedente y contexto, de la dinámica político-ideológica. Ello deja ver que la sociedad norteamericana ha esta- do claramente escindida durante los tres últimos decenios del pasado siglo y aún más, en los dos que han transcurrido en el actual.
En ese marco, quizás convenga retomar algu- nos acontecimientos. Así, por ejemplo, en la con- tienda presidencial de 1992 —junto a la derrota republicana de George H. Bush y la victoria de- mócrata de William Clinton, que evidenciaron las preferencias electorales—, llamó la atención un singular fenómeno, que con cierto impacto divi- dió el voto popular y mostró que el bipartidismo no encontraba una receptividad unánime en ese país. La súbita aparición de un millonario con- servador sin partido, llamado Ross Perot, frac- cionó la base electoral de derecha que apoyaba a Bush, y aunque no ganó un solo voto del Colegio electoral, ello favoreció que el Partido Demócrata
—que había sido derrotado en los tres comicios anteriores— ganara las elecciones. En los Estados
Unidos, si bien ni los candidatos independientes ni los llamados terceros partidos carecen de posi- bilidades reales para competir en tales procesos, dados los límites que fija el sistema bipartidista, su accionar refleja, junto a una marcada tendencia abstencionista bastante recurrente, un grado no despreciable de divergencias ante momentos tan relevantes como los de la elección presidencial.
Otro punto de referencia significativo se ubica en la contienda electoral de 2000, cuando la en- vergadura de las contradicciones que afloran en medio de un prolongado, irregular y fraudulen- to proceso, con una presunta victoria de Al Gore, impiden la elección del presidente a través del mecanismo establecido y conduce a su designa- ción por el Poder Judicial. Con posterioridad, las diferencias políticas en el seno de esa sociedad se expresan con elocuencia renovada, con mayor o menor profundidad, durante el desempeño del allí “elegido”, George W. Bush, que implicó enco- nados posicionamientos a favor y en contra de su cuestionado liderazgo. También, de otro modo, las contradicciones se pondrían de relieve en los comicios de 2008, cuando los Estados Unidos se agitan ante las alternativas de que un hombre de piel negra o una mujer arribasen a la presiden- cia, y luego, cuando bajo el mandato de Barack Obama, se reavivan el nativismo y el racismo, ar- ticulándose un amplio arco de rechazos y adhe- siones.
No obstante, tal vez sería en las coyunturas de
2016 y 2020, en las que los contrapuntos genera- rían la mayor incertidumbre y dificultarían más los pronósticos. Desde el inicio de ambas campa- ñas presidenciales, hasta sus resultados, se pon- drían de manifiesto intensos debates que cuestio- naban las bases del sistema político. Además de reiterarse la presencia femenina, y a reserva de que ya fue mencionado, vale la pena insistir en el hecho de que el espacio que alcanzaban tem- pranamente como precandidatos figuras que re- presentaban tendencias no tradicionales, como las de Sanders y Trump, reflejaba un contrapunto
que parecía no encajar en los cauces habituales de la ideología burguesa norteamericana —liberal y conservadora—, que incluso fragmentaba la uni- dad partidista al interior de las filas demócratas y republicanas. Se abría, así, la discusión acerca de la crisis de un sistema que posibilitaba en 2016 la elección de un presidente que atentaba contra su propio diseño (al calificarse a Trump como “antisistema” o “rueda suelta” en el engranaje electoral), y al viabilizarse en 2020 una inusita- da reacción por parte del presidente saliente, de resistencia a abandonar el cargo, que cuestionaba los resultados y argumentaba que se había realiza- do fraude, poniendo en entredicho, con más fuer- za que antes, la legitimidad de dicho sistema. La significación de esto último, como ilustración de las crisis y contradicciones en que se desenvuelve la realidad estadounidense, sería difícil de sobre- valorar. Terminado el período de transición, en la antesala de la toma de posesión de Joe Biden, el presidente Trump, aún en funciones, se proyec- taba hasta el último momento de modo recalci- trante contra los principios y resortes del mismo sistema que le había elegido.
En ocasiones anteriores se habían producido en
ese país situaciones emparentadas con semejantes discusiones y crisis. El escándalo Watergate había colocado en los años de 1970 la crisis de confianza y de legitimidad en el centro de la sociedad nor- teamericana, en un contexto más amplio de diver- sas conmociones, propiciando inclusive la inusual renuncia de un presidente, al anticiparse Richard Nixon a las decisiones del juicio político que le había emplazado. En el decenio de 1980, la victo- ria de Ronald Reagan despertaba un trascendente debate sobre lo que se consideró como el insólito alcance de un movimiento conservador, con ca- pacidad de convocatoria nacional, entendido cual suceso revolucionario que alteraba el mainstream convencional y apartaba a la nación de su patrón liberal. Más allá de que esa interpretación descui- dara aspectos fundamentales en la trayectoria his- tórica real de los Estados Unidos y alimentara una
visión mítica, lo cierto es que, junto al estremeci- miento de Watergate, aporta antecedentes como escenario relacionado con el cuestionamiento de la dinámica política tradicional norteamericana, que refleja la existencia de hondas fisuras y claras contradicciones. Y si bien las ejemplificaciones con situaciones y momentos específicos se refie- ren a entornos electorales, dado que en estos son muy visibles las tensiones político-ideológicas
—que motivan estas reflexiones—, es necesario que el análisis avance más allá de los mismos, pro- yectándose hacia las contradicciones que se ad- vierten en el desenvolvimiento más bien cotidia- no de esa sociedad.
A pesar de la victoria de Biden —en lo que incidió no poco el irresponsable manejo que hizo Trump de la crisis provocada por la pandemia, de su limi- tado enfoque ante la crisis de la economía y de los estallidos sociales derivados de los sucesos racistas y de violencia policial, y del voto de castigo que re- cibió de diversos sectores sociales afectados—, lo cierto es que, contrastantemente, logró mantener el respaldo de muchos de aquellos que se sintie- ron reconocidos con sus promesas discursivas en 2016, y que se sintieron o fueron beneficiado con el desempeño real de su gestión de gobierno (Mora- les, 2020). Según lo demostró la considerable cifra de votos populares que obtuvo, que superó los 70 millones, Trump recibió el respaldo una señal de consistencia y lealtad de las bases electorales que le apoyaron en aquellos comicios, simbolizada en el eco de las posturas ideológicas nativistas, racistas, populistas, que promovió, junto a sus críticas a la globalización y a las políticas de Obama. Es decir, que sus consignas America First y Make America
Great Again consiguieron movilizar, con capacidad
de convocatoria nacional, a una gama de segmen- tos sociales y clasistas, entre ellos, de trabajadores y capas medias, pero también de exponentes de la oligarquía financiera y elites empresariales, inser- tados en los círculos bancarios, de la construcción, los bienes raíces, la energía y el llamado complejo militar industrial.
Los demócratas aprovecharon la oportunidad brindada por la pandemia y el errático manejo del presidente para promoverse, aunque en rigor, no disponían de un proyecto realmente alternativo. Su programa se había definido más bien a la defensi- va, con enunciados concebidos frente a la agenda republicana, con la intención de ganar las eleccio- nes, pero carentes de una mirada trascendente, de largo plazo, de recuperación nacional. Su bajo ni- vel de iniciativa, hasta la reciente crisis, catalizada por la enfermedad, no había satisfecho a plenitud las expectativas de los que ansiaban un cambio ver- dadero, en condiciones tan difíciles como las que vivía y aún vive hoy el país, que se ha visto sacudi- do por la expansión de la COVID-19, entre con- mociones y estragos en esferas sensibles, como la de la economía y la salud pública, con altísimos costos materiales y humanos. Con todo, la evolu- ción de la coyuntura benefició la figura de Biden, que se había situado como una alternativa electoral cada vez más viable, desde el abandono por par- te de Sanders de sus aspiraciones a la presidencia, mostrando moderación desde el debate televisivo con Trump, aunque tal vez junto a cierta pasividad, pero capitalizando a su favor el inesperado conta- gio por el presidente con la COVID-19. Tales situa- ciones, empero, no hicieron más que confirmar la pauta registrada hace años: la última etapa del pro- ceso electoral presidencial es un gran espectáculo mediático, donde el sensacionalismo que acompa- ña la cultura de banalidad y frivolidad que define a la sociedad norteamericana opaca y desplaza la im- portancia de la situación real, objetiva, que vive la nación. En este sentido, el escenario político-ideo- lógico y cultural de los Estados Unidos ha exhibido fenómenos inusitados, como los que reflejaron el profundo deterioro de la integridad de Trump, al desacreditar al rival con insultos inéditos, cuestio- nar la legitimidad del voto por correo, la legalidad del proceso, mostrar su decisión desesperada de mantenerse a toda costa en el gobierno, descono- ciendo el resultado de las urnas, afirmando que el triunfo demócrata era fruto del fraude.
Los Estados Unidos se encuentran en un pro- ceso de cambio multidimensional, con expresio- nes en la economía, la política, la sociedad y la cultura. Se trata de una nueva etapa en la crisis estructural sistémica, en la que confluye la cri- sis sanitaria vinculada al nuevo coronavirus y la concomitante recesión, prefigurada, según ya se indicó, desde hace un tiempo, aunque no estuvo definida sino hasta hace unos meses. Esta última, no está de más reiterar, es resultado de fenóme- nos acumulados durante años y del efecto cata- lizador de la pandemia, dentro de los marcos del funcionamiento del capitalismo contemporáneo, que una vez más muestra el carácter cíclico de su crisis, que es también de legitimidad (Robinson, 2020).
Al encontrarse entre los principales países con mayor número de contagiados y de fallecidos, la sociedad norteamericana no sólo se convertiría en la escena donde el drama humano se hizo más in- tenso, sino que simbolizaría la incapacidad del ca- pitalismo, como sistema, para enfrentar una crisis epidemiológica de la envergadura que alcanzó la pandemia de la COVID-19, al mostrar las impli- caciones de la contradicción capital-trabajo de la manera más descarnada: la prioridad concedida a los intereses privados a contrapelo del bienestar social y la disfuncionalidad de las políticas públi- cas de un Estado neoliberal, cuyo subsistema de salud exhibía las mayores limitaciones médicas, tecnológicas, logísticas y organizativas. La sobre- vivencia del sistema y no la del ser humano.
En ese contexto es que se llevaron a cabo las elecciones presidenciales de 2020, en medio de una crisis, que se prefiguraba en diferentes pla- nos con independencia y anterioridad a la pan- demia del Coronavirus, pero que se profundiza por esta, impulsando la dimensión recesiva de la economía. El derrotero de la sociedad norteame- ricana ha estado y estará condicionado de mane- ra decisiva por los efectos de tales procesos y por las implicaciones de la crisis de legitimidad con la
que concluye el insólito proceso electoral de 2020, cuya resonancia a través de la impugnación del ex presidente y de su eventual enjuiciamiento polí- tico manejo, con resultados difíciles de predecir, hacen incuestionables los agrietamientos de un sistema cuya gobernabilidad también se halla en entredicho.
Pareciera que los resultados de los comicios de 2020 en los Estados Unidos no conducirán a un período que recomponga equilibrios y consensos, que redefina las relaciones entre Estado y merca- do, capital y trabajo (Hernández Martínez, 2020). La envergadura de los problemas augura una per- sistencia de las secuelas de varias crisis, conteni- das unas dentro de otras: la política, la cultural, la económica, y la estratégica, con un telón de fondo estructural, cuyo desenvolvimiento cíclico apunta hacia una depresión prolongada, al menos en tér- minos relativos, y una recuperación lenta, agra- vada por la especificidad de la crisis epidemio- lógica y sanitaria vinculada al Coronavirus. “La pandemia fue solamente el detonador de la crisis económica, no su causa de fondo. En realidad, el capitalismo arrastra desde hace medio siglo una tendencia al estancamiento, que se profundizó con la gran crisis de 2007-2008” (Guillén, 2020a: 9). A ello se sumarían estremecimientos sociales de grandes proporciones, asociados a reacciones masivas de protesta contra hechos de violencia policial y de racismo, cuya magnitud y perma- nencia constituyen indicadores adicionales del grado de conflicto existente en esa sociedad, que agravan el contexto de crisis descritos.
No se pierda de vista, por último, el hecho de
que por encima de la victoria demócrata y de la derrota republicana en las urnas, los procesos electorales en ese país, centro del imperialismo mundial, no están concebidos ni diseñados para cambiar el sistema, sino para mantenerlo, conso- lidarlo y reproducirlo, en un marco en que el voto popular tiene sólo un valor indirecto, dado que lo determinante allí es la votación de los integrantes del Colegio Electoral. Lo más importante no tiene
que ver con el partido que resulta victorioso en las urnas, ya que más allá de sus singularidades, tanto el Demócrata como el Republicano poseen un mismo signo clasista, el de la burguesía mono- polista. Sin desconocer el papel del individuo y de la personalidad en la historia, a partir de lo cual queda claro que la figura que ocupa la presidencia (en este caso, Biden) tendrá un impacto de relie- ve, lo decisivo en el rumbo de los Estados Uni- dos serán los problemas reales de su economía, los intereses estratégicos permanentes de su clase dominante, de su elite de poder, las necesidades históricas e imperativos de desarrollo del impe- rialismo allí.
Sobre esas bases se definirán objetivamente las tendencias de desarrollo del sistema, y como parte de ellas, los ciclos y las crisis del capitalis- mo norteamericano. Ello determinará, en medi- da fundamental, las direcciones, los contenidos, los ritmos y los instrumentos de la política de los Estados Unidos a partir de la tercera década del siglo XXI (Hernández Martínez, 2021). Con esa perspectiva, persistirá la marcha por un la- berinto imperialista, en el que se entrelazarán la lógica económica del neoliberalismo y la espiral político-ideológica conservadora, con ribetes
incluso, al menos por momentos, fascistas, sin descartar las antinomias entre unos enfoques proteccionistas, nacionalistas, chauvinistas, uni- laterales, aislacionistas, y otros de índole trans- nacional, globalista, multilateral, afín al idealis- mo internacionalista. Se trata, parafraseando a Lenin, de que en las condiciones del imperialis- mo, como las de la realidad norteamericana, en el campo superestructural y de la cultura, en su sentido más amplio, la tendencia se define por el giro, cada vez más reaccionario, de la democra- cia liberal representativa, que llega a sus límites, tornándose cada vez menos democrática, menos liberal y menos representativa. Parece razona- ble suponer, entonces, que un reajuste como el que está en ciernes, acompañado en lo social de violencia, despotismo y hasta barbarie, es harto improbable que pueda realizarse dentro de los marcos demoliberales, que en realidad se con- trapone a lo que aspiró retóricamente la Revo- lución de Independencia de los Estados Unidos. Contradicciones y conmociones, por tanto, se- guirán definiendo, más que caminos, un laberin- to, prevaleciendo una vez más la lógica del impe- rialismo, trasladando ello una dinámica de crisis y conflictos al tablero estratégico mundial.
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